El grito había
servido de catarsis. Su mente estaba ahora más despejada y una idea se aposentó
en su cabeza: tenía que salir de allí. Quizás si llegaba andando hasta el
pueblo, conseguiría ayuda. Alguien le podría hacer entender qué había sucedido
y se reiría de lo que le había sucedido.
La criatura
había sido fruto de los nervios, seguro. No había nada que temer en la
oscuridad. Algún perro suelto se habría acercado y él había creado con su miedo
y la conmoción del accidente, una enorme criatura con grandes dientes y garras
mortales.
Eso había
ocurrido. Nada que temer, nada de lo que esconderse.
Se dirigió a
la parte trasera del vehículo y miró a su alrededor.
El silencio
cortaba la noche sin luna como un cuchillo implacable. Nada que temer, se
repitió.
Sin soltar la Glock, comenzó a recoger las
pequeñas cajas que estaban desperdigadas alrededor del coche. En unos cinco
minutos tenía casi todas guardas en el maletero. No estaba seguro de que
estuvieran todas, pero tenía que bastar.
Tragó saliva
cuando se acercó al transportín de la perra. Era la única prueba de que algo
había pasado, algo que no conseguía comprender y que le aterrorizaba.
Se sacudió
otra vez la extravagante idea del monstruo devorador de la cabeza y se acercó a
la puerta del conductor. Entró una vez más y accionó las luces de emergencia.
De repente,
cayó en la cuenta de que no había probado a encender el coche tras el
accidente. Se vio arrastrado por todo lo sucedido, real o no, y no había
intentado ponerlo en marcha. Se maldijo por su estupidez y acercó la mano al
contacto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario