jueves, 2 de agosto de 2012

Prisas (16)


Pero esta vez su sueño había sido sensiblemente distinto. Recordaba algo que hasta entonces no había podido traer a su memoria. Se levantó con prisa abandonando a Nadia en la cama, extrañada y se abalanzó sobre el teléfono. Marcó el número del doctor Castro. Esperó. Durante los segundos que duró la espera infinidad de recuerdos se iban agolpando en su mente con nerviosismo, ansiando el momento de salir de ella para siempre.

-Dígame –respondió una voz masculina, adormilada.

-¡Doctor Castro! –dijo Enrique casi chillando- ¡ha ocurrido!…

-¿Quién llama?, ¿Qué ha ocurrido? Es domingo, ¿no será usted un molesto paciente que se atreve a incordiar a estas horas de la mañana?. No es posible Javier, siempre estamos igual… –protestó la voz alejándose del auricular.

Otra voz, esta vez conocida para él, tranquilizó al interlocutor mientras se aproximaba al oído de Enrique.

-Disculpe, ¿quién es usted? –preguntó serenamente el doctor Castro.

-Soy Enrique, doctor, ha ocurrido…

-Ah, Enrique, buenos días. Disculpa, mi pareja no soporta estas llamadas fuera de horas de trabajo, pero no te preocupes, ya está más tranquilo. Te puedo atender unos minutos. ¿Qué ha pasado?

-¡Ha ocurrido doctor!. ¡Empiezo a recordar!

Enrique seguía gritando al auricular, nervioso, más bien histérico. Casi dos años con un inmenso agujero en su memoria parecía que se estaba resolviendo. Le dijo al terapeuta que no podía esperar hasta el lunes. El Doctor Castro ya lo intuía, por lo que ya tenía papel y boli para anotar el relato que su paciente le iba a contar.

Enrique era policía, de la secreta. Aquella maldita noche, aprovechando que tenía que llevar los regalos de su cuñada y la perrita de su exmujer, tenía previsto acercarse al chalet de su jefe para entregarle unos documentos. Con estas pruebas irrefutables iban a poder desenmascarar a una peligrosa banda que se dedicaba al tráfico de mujeres. Luego para protegerle le cambiarían de identidad y le trasladarían a vivir lejos de su ciudad.

Aquella noche todo empezó a salir mal. La mujer, Nadia, a la que atropelló era una de las secuestradas por la banda que había logrado escapar. Ellos la estaban persiguiendo y gracias al accidente logró salvar la vida. Tras aquella maldita noche en la que casi murieron congelados, ambos sufrieron amnesia, no podían recordar nada, por lo que para la policía fue tarea fácil construirle una nueva identidad. No pusieron demasiado empeño en ayudar a que la memoria de ambos se restableciera, al contrario, sembraron una serie de datos, pistas, imágenes y falsos recuerdos para fomentar una personalidad distinta. Por este motivo Enrique y Nadia creyeron su propia historia, el pasado que habían diseñado para ellos. Ambos estaban casados desde hacía diez años. Les proporcionaron unos certificados y unos testigos que lo avalaban. Vivían en este chalet desde entonces. Enrique era propietario de una pequeña empresa de reformas en la que trabajaba con el supuesto hermano de Nadia, también de la secreta. Ella era traductora. Dada su procedencia Rusa la pudieron colocar en la embajada rusa como traductora. 

Pero desde hacía unos meses el sexto sentido de Enrique le decía que algo extraño pasaba. Cada noche, cuando en la intimidad acariciaba la cicatriz que cruzaba la mejilla de Nadia, una corriente eléctrica le recorría la profundidad de su mente. Luego inexplicablemente soñaba con aquella noche, siempre el mismo sueño que él no acababa de entender.

-Doctor Castro, una imagen nueva ha venido a mi mente y esta ha arrastrado a otras más, como el hilo de un ovillo que se había enredado y ahora empiezo a recordar.

-Cuente Enrique, cuente, le escucho.

           

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