martes, 7 de agosto de 2012

Prisas (20)


          Enrique paseó por el barrio, la cabeza era un hervidero de ideas, de imágenes. Creía que le iba a estallar. Las escenas del sueño se intercalaban con otras que, como flashes fugaces, le dejaban adivinar un pasado que él desconocía. Una mujer que no era Nadia, la pistola, una oficina oscura, solitaria, una casa que no era la suya pero la percibía como su hogar. El sudor frio corría por su espalda mientras sentía el latido de su corazón acelerado.

            Vagó sin rumbo por las calles que tan bien conocía hasta que, convencido de que no le aportaba tranquilidad este deambular solitario, decidió volver a casa. Al mirar su reloj, ya de camino, le sorprendió que ya casi eran las seis de la mañana. No era consciente del tiempo que había pasado paseando sin rumbo.

            Desde la puerta del jardín percibió algo que le hizo estremecer, no fue capaz de saber que era, pero le aceleró el pulso y le erizó la piel de la espalda. Cruzó la puerta principal y se dirigió al dormitorio. Sin encender la luz se desnudó y se metió en la cama buscando el cuerpo de Nadia. Dentro de su confusión su única certeza era el amor que sentía por ella. La abrazó por la espalda, se acopló a se cuerpo de mujer como tantas veces había hecho, como a ella le gustaba. Ella no se movió. Sintió la piel mojada de Nadia, la desnudez de su amada sembrada de finas gotitas de sudor. Ya estaba llegando el verano y en la habitación la temperatura era más bien alta. Pero le llamó la atención la temperatura del cuerpo de Nadia. Estaba fría.

Enrique se abalanzó sobre la mesilla de noche, casi tiró la lámpara al intentar encenderla, pero lo consiguió. El destello de la luz lo cegó unos instantes pero enseguida sus pupilas se adaptaron a la nueva iluminación para descubrir una marea roja que cubría la cama. El cuerpo de Nadia estaba tumbado de costado sobre una inmensa mancha de sangre, de su propia sangre que seguía brotando de un agujero en su sien.



La luz de la habitación se encendió y entonces lo vio y… lo recordó todo.



Mijaíl Vorobiov, cabecilla de banda dedicada a la trata de blancas. Muy peligroso y al que estuvo vigilando durante meses. Mijaíl alzó la mano en la que llevaba sujeta la pistola. Su nombre real no era Enrique, él es Jose Manuel Arnau. oficial de policía destinado en la Unidad de Droga y Crimen, encargado del caso de las mujeres de la Europa del este. Mijaíl le apuntó directamente al corazón. Marta era su mujer, Nadia la mujer que atropelló la noche del fatídico accidente. A Marta la quería, a Nadia también. El índice de Mijaíl comenzó lentamente a presionar el gatillo. Nadia estaba muerta…



Oyó el chasquido y la oscuridad absoluta lo envolvió todo. Ya no había nada en lo que pensar.



Cuando llegó el Doctor Castro a la casa de Enrique y Nadia los cuerpos ya habían sido cubiertos por la policía. Desde el accidente de Jose Manuel estaban tras la pista de Mijaíl, pero habían llegado tarde. Mijaíl lo confesó todo. El intento de asesinato de Marta, la exmujer de Jose Manuel, para intimidarlo y hacerle dejar el caso. Confesó el secuestro de infinidad de mujeres de la Europa del este que traían a España con engaños y luego las obligaban a ejercer la prostitución. Mijaíl estaba sentado junto a la mesa de la cocina, esposado, custodiado por tres agentes de la secreta. El doctor Castro se paró frente a él. Mijaíl alzó la vista.



-Y la perra, ¿Qué hiciste con la perra? –preguntó con desprecio y curiosidad.

           

Mijaíl le sostuvo la mirada unos eternos segundos. La comisura de sus labios empezó a dibujar una sonrisa que se transformó en una carcajada, una risa nerviosa, sin control. Mijaíl se retorcía sentado en su silla, se reía de él, se reía de todos.



El doctor no se pudo contener y le abofeteó. Mijaíl se quedó en silencio.



-La perra –comenzó a hablar Mijaíl mientras se limpiaba la sangre que asomaba  a la comisura de sus labios-, la perra se la di a mis perros para que se entrenaran, para que probaran la sangre y se convirtieran en asesinos, perfectos vencedores en sus futuras peleas.



El doctor sintió como la ira crecía en su interior. Respiró profundamente, desvió la mirada que había mantenido clavada en los ojos de Mijaíl y se fue.

No hay comentarios:

Publicar un comentario