El sonido de su voz le calmó.
Un sueño. Había sido un sueño. El
sueño.
Habían pasado casi dos años desde
esa noche, pero él la recreaba, una y otra vez, cada vez que se dormía. Nunca
había podido olvidarla.
Estuvieron inconscientes varias
horas en el borde de la carretera, hasta que las primeras luces del día permitieron
que se circulara con normalidad por ese angosto camino. Nadie en su sano juicio
se habría aventurado a circular esa noche por allí, con el mal tiempo que hacía
y la colección de curvas traicioneras que se tragaban más coches de lo que es
normal.
Pero él lo hizo esa noche. Volvía
al pueblo con una carga valiosa. Con los regalos de la boda de su cuñada, que
se iba a casar ese fin de semana. Recuerdos estúpidos que su ex mujer se olvidó
subir y le encargó a él que lo hiciera. Ah, y de paso, la perrita, por favor,
que estaba en el veterinario y ya le habían dado el alta. Por los viejos
tiempos, le dijo.
Como si los viejos tiempos no
pesaran bastante, pensó él.
Así que cogió su viejo coche, el
único que se podía pagar ahora, y enfiló hacia el pueblo de ella, en una noche
que rompía los huesos y que sabía que podría hacérselo pagar caro.
El psicólogo le aseguró, tras
decenas de sesiones, que la bestia era la representación de su ex, que le
atormentaba tras tantos años de matrimonio y que en sus delirios tras el
accidente, tomó la figura de una bestia inenarrable, que se lo llevó todo. En
especial, la perrita.
La meada, bueno, pues el doctor
Castro lo interpretó como una especie de sello de posesión, que hacía ella para
marcar su territorio y posesiones. Que eso era él para ella, según su
subconsciente.
Y ella… la mujer a la que
atropelló…
No la vio salir en la curva. Se
la llevó por delante y los minutos siguientes son imposibles de recordar. No
consiguió nunca saber qué había pasado realmente. Solo esos sueños, que volvían
con frecuencia…
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