jueves, 9 de agosto de 2012

Prisas (FIN)


El doctor Castro pasó su informe a su superior. Todo cuanto sabía del caso, su evaluación de Enri… de José Manuel, la de Nadia y lo que había conseguido arrancar al malnacido de Mijail.
Obviamente, no añadió ese adjetivo al informe.
Pulsó el botón para enviar a los servidores del cuartel de la Policía Nacional, donde sería almacenado hasta que el Inspector Jefe al cargo del asunto lo abriera.
Lo que Castro no sabía era que ese informe, en cuanto llegó al servidor de la Policía Nacional, fue reenviado y replicado con todo su contenido.
El servidor al que llegaría finalmente no figuraba en ningún registro gubernamental. Bueno, quizás en uno, muy oculto entre capas y capas de empresas ficticias y departamentos fantasma.
La persona que lo abrió lo leyó con calma, y cuando terminó los casi 70 folios de que se componía, se permitió una breve sonrisa.
Todo el operativo había salido a pedir de boca. Los dos testigos de la noche de autos estaban muertos, toda la información que habían introducido en sus mentes amnésicas había cuajado y el asesino del Este había sido detenido.
Ahora podían utilizar todo lo que habían sacado de las declaraciones del agente y la chica mientras creaban esa falsa realidad en la que finalmente, murieron creyendo a pies juntillas. Castro había sido un eficiente engranaje en el mecanismo que habían puesto en marcha tras esa fatídica noche, sin que hubiera sido siquiera consciente de haberlo sido.
Nadie sabía que la Agencia existía, ni a qué se dedicaba, ni que en las montañas españolas, como en otras de varios países, una raza de seres míticos y muy peligrosos campaban a sus anchas, matando y creando confusión cada cierto tiempo.
Para eso existía la Agencia, para eso trabajaba él ahí, y con algo de suerte, esa bestia caería dentro de poco tiempo. Para eso había sido puesto en su cargo.
Pero eso, dicen, es otra historia…

martes, 7 de agosto de 2012

Prisas (20)


          Enrique paseó por el barrio, la cabeza era un hervidero de ideas, de imágenes. Creía que le iba a estallar. Las escenas del sueño se intercalaban con otras que, como flashes fugaces, le dejaban adivinar un pasado que él desconocía. Una mujer que no era Nadia, la pistola, una oficina oscura, solitaria, una casa que no era la suya pero la percibía como su hogar. El sudor frio corría por su espalda mientras sentía el latido de su corazón acelerado.

            Vagó sin rumbo por las calles que tan bien conocía hasta que, convencido de que no le aportaba tranquilidad este deambular solitario, decidió volver a casa. Al mirar su reloj, ya de camino, le sorprendió que ya casi eran las seis de la mañana. No era consciente del tiempo que había pasado paseando sin rumbo.

            Desde la puerta del jardín percibió algo que le hizo estremecer, no fue capaz de saber que era, pero le aceleró el pulso y le erizó la piel de la espalda. Cruzó la puerta principal y se dirigió al dormitorio. Sin encender la luz se desnudó y se metió en la cama buscando el cuerpo de Nadia. Dentro de su confusión su única certeza era el amor que sentía por ella. La abrazó por la espalda, se acopló a se cuerpo de mujer como tantas veces había hecho, como a ella le gustaba. Ella no se movió. Sintió la piel mojada de Nadia, la desnudez de su amada sembrada de finas gotitas de sudor. Ya estaba llegando el verano y en la habitación la temperatura era más bien alta. Pero le llamó la atención la temperatura del cuerpo de Nadia. Estaba fría.

Enrique se abalanzó sobre la mesilla de noche, casi tiró la lámpara al intentar encenderla, pero lo consiguió. El destello de la luz lo cegó unos instantes pero enseguida sus pupilas se adaptaron a la nueva iluminación para descubrir una marea roja que cubría la cama. El cuerpo de Nadia estaba tumbado de costado sobre una inmensa mancha de sangre, de su propia sangre que seguía brotando de un agujero en su sien.



La luz de la habitación se encendió y entonces lo vio y… lo recordó todo.



Mijaíl Vorobiov, cabecilla de banda dedicada a la trata de blancas. Muy peligroso y al que estuvo vigilando durante meses. Mijaíl alzó la mano en la que llevaba sujeta la pistola. Su nombre real no era Enrique, él es Jose Manuel Arnau. oficial de policía destinado en la Unidad de Droga y Crimen, encargado del caso de las mujeres de la Europa del este. Mijaíl le apuntó directamente al corazón. Marta era su mujer, Nadia la mujer que atropelló la noche del fatídico accidente. A Marta la quería, a Nadia también. El índice de Mijaíl comenzó lentamente a presionar el gatillo. Nadia estaba muerta…



Oyó el chasquido y la oscuridad absoluta lo envolvió todo. Ya no había nada en lo que pensar.



Cuando llegó el Doctor Castro a la casa de Enrique y Nadia los cuerpos ya habían sido cubiertos por la policía. Desde el accidente de Jose Manuel estaban tras la pista de Mijaíl, pero habían llegado tarde. Mijaíl lo confesó todo. El intento de asesinato de Marta, la exmujer de Jose Manuel, para intimidarlo y hacerle dejar el caso. Confesó el secuestro de infinidad de mujeres de la Europa del este que traían a España con engaños y luego las obligaban a ejercer la prostitución. Mijaíl estaba sentado junto a la mesa de la cocina, esposado, custodiado por tres agentes de la secreta. El doctor Castro se paró frente a él. Mijaíl alzó la vista.



-Y la perra, ¿Qué hiciste con la perra? –preguntó con desprecio y curiosidad.

           

Mijaíl le sostuvo la mirada unos eternos segundos. La comisura de sus labios empezó a dibujar una sonrisa que se transformó en una carcajada, una risa nerviosa, sin control. Mijaíl se retorcía sentado en su silla, se reía de él, se reía de todos.



El doctor no se pudo contener y le abofeteó. Mijaíl se quedó en silencio.



-La perra –comenzó a hablar Mijaíl mientras se limpiaba la sangre que asomaba  a la comisura de sus labios-, la perra se la di a mis perros para que se entrenaran, para que probaran la sangre y se convirtieran en asesinos, perfectos vencedores en sus futuras peleas.



El doctor sintió como la ira crecía en su interior. Respiró profundamente, desvió la mirada que había mantenido clavada en los ojos de Mijaíl y se fue.

lunes, 6 de agosto de 2012

Prisas (19)


Nadia había conseguido salir del agujero en que vivía desde el accidente hacía unos meses. Esperaban que Enrique (José Manuel, realmente), lo hiciera también, pero se resistía a hacerlo.
Así que habían tomado la determinación de continuar con la farsa hasta que poco a poco, su cerebro volviera a tomar el control y le facilitara al sufrido agente una puerta a la realidad.
Por supuesto, Nadia había querido colaborar. Su amor por Enrique era real, hasta donde sabían (quizás algo confundido con el agradecimiento por haber sido salvada por él, pero bueno, era algo bastante cercano al amor), así que no había problema.
¿Por qué eran tan importantes los dos? Pues porque en lo más profundo de su maltrecha mente tenían el nombre y el rostro del lider de toda la organización. Algo demasiado valioso como para dejarlo pasar.
No podían dejar nada al azar, incluso una recuperación de la memoria descontrolada y sin supervisión. A saber qué podían perder si no asociaban los recuerdos adecuados con los hechos que habían vivido.
- Bien Enrique. Tranquilícese y cuénteme qué recuerda exactamente.
- No llegué a mi destino, porque encontré a Nadia y la atropellé. Sin querer, claro.
- Claro. Sabemos todo eso de sesiones anteriores, Enrique. Lo ha soñado muchas veces desde el accidente. Espere, me voy al salón y podremos hablar con más calma…
Por debajo, pudo escuchar la expresión de alivio de la pareja del psiquiatra, y esperó nervioso a que el médico le diera paso de nuevo.
- Creo que todo eso no es un sueño.
Ahí estaba la cuestión. La mente de Enrique comenzaba a atar cabos y a experimentar ciertas conexiones entre la realidad y el sueño que intentaba someter a la vida que habían creado para él.
- ¿Dice usted que lo que está soñando estos últimos meses podría no ser un sueño, sino recuerdos de la noche del accidente?
- No… no lo sé exactamente, pero sé que hay cosas que no cuadran. La pistola. Le he dicho que recuerdo su tacto, su peso, la sensación de seguridad que me aportaba. Eso no es un sueño. Y los dos tipos que aparecieron de la nada, los que al principio confundía con una bestia…
- Ajá… - El médico tomaba nota con prisas. Su voz no denotaba el nerviosismo que le embargaba. Estaban a punto de dar un paso de gigante, y no podía dejar pasar nada sin registrar.
- Creo que venían a por Nadia, que querían hacerle daño. No sé por qué, pero sé que es así. Y otra cosa doctor…
- ¿Sí?
- Creo que Nadia no iba conmigo en el coche. Iba solo. La atropellé. Estoy seguro.
- ¿Está seguro de todo esto que me está contando, Enrique? Piense que es solo un sueño, y que ya habíamos determinado el origen de las figuras que aparecían en él…
- Estoy seguro, doctor. Iba solo en el coche, atropellé a Nadia, y  esos tipos querían hacerle daño.
La voz del hombre se puso bastante más nerviosa que la de su interlocutor.
- Y si todo eso es verdad, doctor Castro, ¿quién soy? Porque sé que no me llamo Enrique, y que todo esto que estoy viviendo es una enorme mentira.
Castro suspiró al otro lado de la línea. Había conectado los auriculares al teléfono para poder manejar con libertad el teclado del ordenador. Estaba enviando un correo electrónico a su superior. Tenían que hablar con Enrique inmediatamente.
- Mire, Enrique, relájese. Tómese una de las pastillas que le receté el otro día. Le ayudarán a dormir sin sueños. Mañana por la mañana, venga a la consulta, a las once, y hablaremos de todo esto. Encontraremos una explicación a todo ello, y veremos qué podemos sacar en claro, ¿vale?
- ¡¿Una pastilla?! ¡¿Esa es su solución?! ¡No quiero pastillas, maldita sea! ¡Quiero respuestas!
- Tranquilícese, Enrique. Mañana encontraremos juntos todas esas respuestas. Ahora, cálmese, vuelva a la cama y tómese la pastilla. Descanse y cuando venga, veremos que es todo eso que le ha venido a la mente.
- Esta bien, doctor Castro, pero quiero saber de una vez qué ocurre. De una vez por todas.
- Descuide, Enrique, descuide. Ahora debo dejarle, pero duerma y descanse. Mañana nos vemos.
Desde el otro lado de la línea no llegó ningún saludo, solo la señal de comunicando. En la pantalla del ordenador, había un mensaje entrante. Mañana estaría también el superior de Castro en la sesión. Aclararían muchas cosas.
Enrique no pudo volver a la cama. Se vistió con prisas y se despidió de Nadia. Necesitaba salir a respirar un poco.
- ¿A las cuatro de la mañana?  - Se preocupó ella.
- Me vendrá bien un poco de aire. Necesito respirar un poco. No me siento muy bien y pasear me ayuda a pensar.
Se acercó a ella y la besó tiernamente en los labios. Pese a sus nervios y a la certeza de que todo estaba mal, no podía dejar de amarla con locura.
Cogió una chaqueta fina, y se fue, procurando no hacer ruido al cerrar la puerta.

Prisas (18)


-¡La bestia Doctor!… ¡la bestia eran dos hombres! La noche del accidente había dos hombres.

            Enrique le relató al Doctor Castro como en el sueño de aquella noche apareció la bestia, como cada noche, pero esta vez la vio. No era un animal salvaje y despiadado, eran dos hombres. Uno de ellos era alto enfundado en un abrigo negro y empuñando una pistola de gran calibre. Su acompañante, un poco más bajo y con gabardina también oscura. Hablaban un idioma que le pareció ruso. Estos hombres buscaban algo, hablaban de una mujer. Enrique le relató como le registraron y registraron el coche. Luego cogieron la pobre perra y se la llevaron. Hablaban acaloradamente, como discutiendo. Uno de los dos con la voz más rota parecía estar riñendo al otro.

            -Verás Enrique la aparición de la figura masculina en los sueños del hombre…

            -Espere Doctor Castro –le cortó Enrique- esto no es todo.

            -Tranquilícese, respire hondo, está usted muy alterado –apuntó el doctor Castro empezando a inquietarse por lo que le estaba relatando su paciente.

            Tras una breve pausa Enrique continuó desgranando unos pocos detalles más del sueño. Nuevas imágenes que habían estado ocultas hasta entonces. Mientras tanto su terapeuta anotaba escrupulosamente cada detalle. Pocos minutos más tarde Enrique permaneció en silencio unos segundos.

            -¿Es todo? –preguntó el Doctor Castro impaciente.

            -Lo que se refiere al sueño en si  -Enrique tragó saliva sonoramente- si, es todo.

            -Bien, no debe preocuparse, es normal que…

            -Doctor Castro –cortó precipitadamente la reflexión del terapeuta- recuerdo…

            -¿Cómo dice?

            -Recuerdo. He comenzado a recordar cosas. Me siento extraño. Vienen imágenes a mi mente. Todas ellas relacionadas con el accidente de mi sueño. Doctor, no entiendo nada. ¿Qué está pasando?

            El Doctor Castro no se atrevió a interrumpirle, dejó que siguiera hablando su paciente mientras su mente funcionaba a toda velocidad. En el plan que tenían trazado no se contemplaba la posibilidad de que pasara esto. Era poco probable que su paciente llegara a recordar algo de su vida anterior. Tenían muy bien diseñado el pasado y la personalidad de Enrique para que esto ocurriera. Incluso cuando Nadia empezó a recordar, hacía ya un año de ello, la convencieron para que les secundara en el plan. Todo era por la seguridad de ambos. Y ahora, ¿Qué tenía que hacer ahora?. Necesitaba que Enrique se tranquilizara, necesitaba tranquilizarse él. Debía llamar al inspector jefe y contarle lo que estaba ocurriendo. Debía esperar órdenes precisas de lo que tenía que hacer ahora.

            -¿Me está escuchando Doctor Castro?

            -Si, si no se altere Enrique, es lógico que tras…

            -Le he dicho que no soy Enrique –escupió las palabras una vez más-. No puedo recordar mi nombre pero sé que no es Enrique.

            -Se está dejando atrapar por su sueño, no es real.

            -La pistola es real, recuerdo tenerla en mis manos, recuerdo el frio metal, recuerdo su peso. ¿Qué me está ocurriendo doctor? –preguntó Enrique desafiante- ¿Quién soy en realidad?

            El Doctor Castro respiró profundamente antes de dar el primer paso.

viernes, 3 de agosto de 2012

Prisas (17)


Obviamente, el doctor Castro era plenamente consciente de toda la historia. Sabía quien eran los dos, porque era parte del equipo que había sido asignado a Enrique para intentar desentrañar qué había sucedido esa  noche.
            Los habían encontrado por la mañana, tirados en el borde de la carretera, dentro del viejo vehículo del agente. Habían sufrido un aparatoso accidente, eso estaba claro.
            Al principio, no atinaron a imaginar quien era la joven, hasta que llegó el agente encargado del seguimiento del caso y la consiguió identificar. Los documentos que iban a servir para desarticular la banda estaban a buen recaudo en la guantera, y no les fue difícil encontrarlos y remitirlos al jefe del operativo.
            Sabían que tenía intención de ir hasta el pueblo de su ex mujer, para resolver un asunto de su complicado divorcio y que pasaría después por el domicilio de su superior para entregarlos.
            Era una actuación que habían desaconsejado, por peligrosa. El tipo que dirigía la operación de trata de blancas que estaban investigando tenía una de las casas en un pueblo cercano, y aunque la identidad de Enrique (aunque se llamaba José Manuel por aquel entonces) no era conocida por nadie en la organización, sí que habían rumores de que podía haber sido localizado.
            Aún así, el agente insistió en que si no hacía ese recado a su ex, tendría problemas en su vida personal.
            Durante los meses que siguieron al encuentro de los dos heridos, poco pudieron sacar en claro. Ella solo recordaba que había escapado, corriendo por el bosque, tras una paliza que le había propinado el sicario de guardia en la casa.
            Él, contó durante meses algo extraño sobre una bestia que le olisqueó y le meó encima, además de comerse a la perra de la ex mujer.
            Para protegerlos, los servicios secretos decidieron hacerlos pasar por muertos, y así librarse de la incómoda situación de tener que protegerlos, posiblemente para nada. Una vez “muertos”, podían esconderlos con mucha facilidad e interrogarles con más calma.
            La operación había terminado hacía unos meses, gracias a la información que sacaron de la chica, pero habían flecos que pulir. Un nombre se resistía a aparecer, y necesitaban cogerlo y detenerlo. Si no, todo habría sido en balde. Se les habría escapado una auténtica bestia del Este.
            Así que sí, cualquier cosa que hubiera recordado Enrique era importante.
            -- Adelante, Enrique. Tomo nota. Tranquilícese y comience por el principio

jueves, 2 de agosto de 2012

Prisas (16)


Pero esta vez su sueño había sido sensiblemente distinto. Recordaba algo que hasta entonces no había podido traer a su memoria. Se levantó con prisa abandonando a Nadia en la cama, extrañada y se abalanzó sobre el teléfono. Marcó el número del doctor Castro. Esperó. Durante los segundos que duró la espera infinidad de recuerdos se iban agolpando en su mente con nerviosismo, ansiando el momento de salir de ella para siempre.

-Dígame –respondió una voz masculina, adormilada.

-¡Doctor Castro! –dijo Enrique casi chillando- ¡ha ocurrido!…

-¿Quién llama?, ¿Qué ha ocurrido? Es domingo, ¿no será usted un molesto paciente que se atreve a incordiar a estas horas de la mañana?. No es posible Javier, siempre estamos igual… –protestó la voz alejándose del auricular.

Otra voz, esta vez conocida para él, tranquilizó al interlocutor mientras se aproximaba al oído de Enrique.

-Disculpe, ¿quién es usted? –preguntó serenamente el doctor Castro.

-Soy Enrique, doctor, ha ocurrido…

-Ah, Enrique, buenos días. Disculpa, mi pareja no soporta estas llamadas fuera de horas de trabajo, pero no te preocupes, ya está más tranquilo. Te puedo atender unos minutos. ¿Qué ha pasado?

-¡Ha ocurrido doctor!. ¡Empiezo a recordar!

Enrique seguía gritando al auricular, nervioso, más bien histérico. Casi dos años con un inmenso agujero en su memoria parecía que se estaba resolviendo. Le dijo al terapeuta que no podía esperar hasta el lunes. El Doctor Castro ya lo intuía, por lo que ya tenía papel y boli para anotar el relato que su paciente le iba a contar.

Enrique era policía, de la secreta. Aquella maldita noche, aprovechando que tenía que llevar los regalos de su cuñada y la perrita de su exmujer, tenía previsto acercarse al chalet de su jefe para entregarle unos documentos. Con estas pruebas irrefutables iban a poder desenmascarar a una peligrosa banda que se dedicaba al tráfico de mujeres. Luego para protegerle le cambiarían de identidad y le trasladarían a vivir lejos de su ciudad.

Aquella noche todo empezó a salir mal. La mujer, Nadia, a la que atropelló era una de las secuestradas por la banda que había logrado escapar. Ellos la estaban persiguiendo y gracias al accidente logró salvar la vida. Tras aquella maldita noche en la que casi murieron congelados, ambos sufrieron amnesia, no podían recordar nada, por lo que para la policía fue tarea fácil construirle una nueva identidad. No pusieron demasiado empeño en ayudar a que la memoria de ambos se restableciera, al contrario, sembraron una serie de datos, pistas, imágenes y falsos recuerdos para fomentar una personalidad distinta. Por este motivo Enrique y Nadia creyeron su propia historia, el pasado que habían diseñado para ellos. Ambos estaban casados desde hacía diez años. Les proporcionaron unos certificados y unos testigos que lo avalaban. Vivían en este chalet desde entonces. Enrique era propietario de una pequeña empresa de reformas en la que trabajaba con el supuesto hermano de Nadia, también de la secreta. Ella era traductora. Dada su procedencia Rusa la pudieron colocar en la embajada rusa como traductora. 

Pero desde hacía unos meses el sexto sentido de Enrique le decía que algo extraño pasaba. Cada noche, cuando en la intimidad acariciaba la cicatriz que cruzaba la mejilla de Nadia, una corriente eléctrica le recorría la profundidad de su mente. Luego inexplicablemente soñaba con aquella noche, siempre el mismo sueño que él no acababa de entender.

-Doctor Castro, una imagen nueva ha venido a mi mente y esta ha arrastrado a otras más, como el hilo de un ovillo que se había enredado y ahora empiezo a recordar.

-Cuente Enrique, cuente, le escucho.

           

miércoles, 1 de agosto de 2012

Prisas (15)


El sonido de su voz le calmó.
Un sueño. Había sido un sueño. El sueño.
Habían pasado casi dos años desde esa noche, pero él la recreaba, una y otra vez, cada vez que se dormía. Nunca había podido olvidarla.
Estuvieron inconscientes varias horas en el borde de la carretera, hasta que las primeras luces del día permitieron que se circulara con normalidad por ese angosto camino. Nadie en su sano juicio se habría aventurado a circular esa noche por allí, con el mal tiempo que hacía y la colección de curvas traicioneras que se tragaban más coches de lo que es normal.
Pero él lo hizo esa noche. Volvía al pueblo con una carga valiosa. Con los regalos de la boda de su cuñada, que se iba a casar ese fin de semana. Recuerdos estúpidos que su ex mujer se olvidó subir y le encargó a él que lo hiciera. Ah, y de paso, la perrita, por favor, que estaba en el veterinario y ya le habían dado el alta. Por los viejos tiempos, le dijo.
Como si los viejos tiempos no pesaran bastante, pensó él.
Así que cogió su viejo coche, el único que se podía pagar ahora, y enfiló hacia el pueblo de ella, en una noche que rompía los huesos y que sabía que podría hacérselo pagar caro.
El psicólogo le aseguró, tras decenas de sesiones, que la bestia era la representación de su ex, que le atormentaba tras tantos años de matrimonio y que en sus delirios tras el accidente, tomó la figura de una bestia inenarrable, que se lo llevó todo. En especial, la perrita.
La meada, bueno, pues el doctor Castro lo interpretó como una especie de sello de posesión, que hacía ella para marcar su territorio y posesiones. Que eso era él para ella, según su subconsciente.
Y ella… la mujer a la que atropelló…
No la vio salir en la curva. Se la llevó por delante y los minutos siguientes son imposibles de recordar. No consiguió nunca saber qué había pasado realmente. Solo esos sueños, que volvían con frecuencia…