La carretera
era oscura. No había ni una sola farola que iluminara los tres kilómetros de
cerrado bosque mediterráneo por el que discurría el asfalto, y parecía que el
mismo material del que estaba hecho el camino absorbiera completamente
cualquier retazo de luz.
Los faros del
viejo utilitario apenas podían romper la oscuridad de una noche sin luna, y
solo la abundancia de curvas permitía que su luz consiguiera orientarle en
mitad de esa infernal carretera.
El problema
era que tenía prisa. Debía salir inmediatamente de ese tramo y llegar hasta el
pueblo. Su tiempo se consumía y la carga debía entregarse sin falta dentro de
las próximas tres horas o se vería metido en un lío considerable.
Redujo la
marcha y afrontó la curva que tantas veces había tomado, con más calma y con
mucha más luz. La conocía y sabía que era traicionera incluso con toda la luz
del sol dando luminosidad, así que no arriesgó. Acertó de lleno, porque las
ruedas del lado derecho quedaron flotando sobre el asfalto, amagando con salir
de la zona procesada y queriendo adentrarse entre la maleza que delimitaba el
borde del bosque.
Con un rugido, que le salió de lo
más hondo de su impaciencia, consiguió dominar el débil motor de su vehículo y
buscó el centro de la calzada.
Si no había contado
mal, estaba a mitad de camino. En unos diez minutos, saldría de esa trampa
mortal y vería, tras la colina, las luces que le indicaban la presencia de un
tramo más civilizado y con la bendición de la luz artificial, don de la
civilización.
En la siguiente
curva, mucho menos peligrosa, fue donde toda la prisa se convirtió en
desesperación. Y eso, aún y cuando él tuvo la precaución de aminorar la marcha
y evitar perder, de nuevo, el control del volante.
Primera parte leida, vamos a ver que tal lo hace Pilar, de momento esto promete
ResponderEliminar¡Gracias, Ricardo! Espero que te lo pases bien leyéndolo.
ResponderEliminarUn saludín