¿Qué diablos
había sido eso? Miró la caja donde hacía un momento estaba la perrita, ya
agonizante. No quedaba ni rastro de ella. La bestia, lo que fuera que había
intentado matarle también a él, la había devorado.
Sollozando, se
levantó y avanzó hacia la parte
delantera del coche, otra vez. El móvil. Necesitaba encontrar el jodido móvil y
llamar. Sabía que ese tramo era uno de esos en los que la cobertura brillaba
por su ausencia, pero seguramente podría hacer la llamada al 112 y esperar a
que esta, al menos, llegara a su destino.
Andaría unos
kilómetros y conseguiría alcanzar una zona donde hubiera señal y avisaría al
pueblo. En unos minutos, tendría allí a la Guardia Civil, una ambulancia y
a alguien que supiera qué hacer en estas circunstancias.
Llegó hasta la
puerta del conductor y se metió de cabeza dentro. No estaba para sutilezas.
Palpó el asiento del acompañante, donde había lanzado el teléfono hacía unas
horas buscando a ciegas el tacto del plástico.
A los diez
segundos, la mano iba de un lado a otro, sin encontrar nada útil ni con una
intención clara de intentarlo. Los nervios se apoderaron de él y se tiró
dentro, intentando llegar a todos los rincones posibles.
Sus sollozos
ya eran incontrolables, y su respiración semejaba la de una persona asmática.
El ahogo acrecentaba su nerviosismo y gritó con furia cuando una astilla de
vidrio le provocó un feo corte en la palma de la mano.
El dolor le
hizo parar, y sin dejar de llorar, comenzó a jurar y a insultar al vidrio,
mientras golpeaba con furia el volante, salpicando con gotas de su sangre todo
el habitáculo.
Finalmente, el
cansancio le pudo y se dejó caer, vencido, sobre el volante. Un último grito
surgió de su garganta, y se desplomó, todavía consciente, pero derrotado, en el
asiento. Entonces, un leve brillo llamó su atención. En el suelo, bajo el
asiento del acompañante… Una luz que solo podía provenir de…
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