jueves, 26 de julio de 2012

Prisas (11)


El grito había servido de catarsis. Su mente estaba ahora más despejada y una idea se aposentó en su cabeza: tenía que salir de allí. Quizás si llegaba andando hasta el pueblo, conseguiría ayuda. Alguien le podría hacer entender qué había sucedido y se reiría de lo que le había sucedido.
La criatura había sido fruto de los nervios, seguro. No había nada que temer en la oscuridad. Algún perro suelto se habría acercado y él había creado con su miedo y la conmoción del accidente, una enorme criatura con grandes dientes y garras mortales.
Eso había ocurrido. Nada que temer, nada de lo que esconderse.
Se dirigió a la parte trasera del vehículo y miró a su alrededor.
El silencio cortaba la noche sin luna como un cuchillo implacable. Nada que temer, se repitió.
Sin soltar la Glock, comenzó a recoger las pequeñas cajas que estaban desperdigadas alrededor del coche. En unos cinco minutos tenía casi todas guardas en el maletero. No estaba seguro de que estuvieran todas, pero tenía que bastar.
Tragó saliva cuando se acercó al transportín de la perra. Era la única prueba de que algo había pasado, algo que no conseguía comprender y que le aterrorizaba.
Se sacudió otra vez la extravagante idea del monstruo devorador de la cabeza y se acercó a la puerta del conductor. Entró una vez más y accionó las luces de emergencia.
De repente, cayó en la cuenta de que no había probado a encender el coche tras el accidente. Se vio arrastrado por todo lo sucedido, real o no, y no había intentado ponerlo en marcha. Se maldijo por su estupidez y acercó la mano al contacto.
Respiró hondo y giró la llave.

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